A simple vista, el 4C parecía un supercar en miniatura, con su chasis de fibra de carbono y estética de ensueño. Sin embargo, Alfa Romeo sacrificó demasiado en nombre de la pureza deportiva: sin dirección asistida, sin comodidades básicas y con un motor que no terminaba de convencer. Conducirlo en ciudad era un tormento y su falta de equilibrio lo alejaba de la excelencia esperada.
Nacido de la colaboración con Mercedes-Benz, el Crossfire heredó la plataforma del SLK, pero lo peor de ella. Su mala distribución de pesos arruinaba la dinámica de conducción, mientras que la caja automática respondía con una pereza exasperante. Lo que debería haber sido un deportivo accesible se convirtió en un coche mediocre y sin alma.
El Sky pretendía ser el canto de cisne de Saturn, pero acabó simbolizando su caída. Su chasis carecía de rigidez, lo que hacía que la carrocería temblara en cada irregularidad del asfalto. Además, el habitáculo estaba plagado de plásticos baratos, más propios de un coche de alquiler que de un roadster aspiracional.
Apodado como el “rey del sobreviraje traicionero”, este MR2 ofrecía diversión… hasta que el conductor levantaba el pie del acelerador en plena curva. El resultado: un latigazo del eje trasero que enviaba el coche en dirección contraria sin previo aviso. Incluso pilotos experimentados sufrían para controlarlo, lo que convirtió al modelo en un coche temido más que deseado.
Mercedes revolucionó el segmento de los roadsters con su techo duro retráctil, algo inédito en su época. El problema fue que esa maravilla tecnológica se convirtió en un auténtico quebradero de cabeza. El complejo sistema hidráulico fallaba con frecuencia, lo que disparaba los costes de reparación y arruinaba la experiencia de propiedad.
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